La oda al buen gusto de Explosions in the sky en Madrid
La banda de Texas presentó su elegante y perfeccionista directo en un concierto sin una sola pausa donde visitaron temas de toda su discografía, con especial atención a End, su flamante último trabajo.
Como si de un lienzo en blanco se tratara, o una de esas maravillosas obras cinematográficas que ves evolucionar desde un principio, y con la seguridad de que estás asistiendo a una mayúscula obra de arte sobre un escenario, así fue la preciosista –y preciosa- actuación de Explosions in the sky el pasado lunes en la sala La Riviera de Madrid.
Una sala llena a rebosar desde incluso antes del inicio del show, que nos hizo reconciliarnos, al menos un poquito, con los conciertos en lunes; y donde el cuarteto norteamericano demostró su poder de convocatoria sin apenas asomarse al escenario, para regocijo y orgullo de cualquier melómano que aspira a recuperar la esperanza en la raza humana para esto del oído y gusto musical.
Y es que se puede ser más o menos fan de la música de Explosions in the sky, pero lo que es indudable es la calidad, sonoridad, majestuosidad, el mensaje –mudo-, la atmósfera y la aventura en que consiste adentrarse en su música cuando reproduces uno de sus discos, y sobre todo cuando acudes a uno de sus fascinantes conciertos.
Esa aventura, cual pieza operística u obra magna teatral arrancó con la discreción de una tímida bienvenida por parte de Munaf Rayani, que con unas pocas palabras en castellano se ganó la ovación y calidez de un respetable que venía a lo que venía: disfrutar de la liturgia y la abstracción de una de las bandas más prestigiosas del post-rock de las últimas décadas.
Y la verdad es que poca gente debió regresar disgustada hacia sus hogares a eso de las diez y media de la noche, cuando sonó el último acorde en la guitarra de Michael James. Antes, sin ornamentos ni reclamos, como es habitual en los tejanos, habían sonado más de 80 minutos de pureza musical, donde las capas de guitarras se sumaban, peleaban, entremezclaban; generando atmósferas que conseguían atraparte sin remedio.
Arrancando la noche con una preciosa lucha –o suma- de bajos en “First breath after coma”, que se repitió en varias ocasiones a lo largo del show, escoltados en todo momento por los punteos sublimes de Rayani, o las melodías ensoñadoras de Mark Smith, y dirigidos con mano firme y guante de seda por las hipnóticas bases rítmicas de Chris Hrasky.
El magnetismo que regala la formación en cada una de sus canciones supone crescendos inconmensurables que se precipitan sin remedio hacia un precipicio eterno, hasta despertar con la caída en un enorme y prolongado valle, donde la quietud de una delicada armonía que se va desvistiendo, despojándose lentamente de su armadura, antes de tomar fuerza para un nuevo episodio, secuela o acto artístico. Como tú lo quieras llamar.
Por si fuera poco, y tal como ocurría en la literatura juvenil, la banda americana juega con tu estado emocional, dándote a elegir tu propio recorrido. Un discreto y siniestro piano comienza a elaborar la introducción de este nuevo capítulo, donde la progresión salvaje de las guitarras te conduce hacia la oscuridad de un bosque que cuando menos lo esperas deviene en bucólico como sucede en la trascendental “Loved ones”.
Algo similar, pero totalmente opuesto, nos encontramos en piezas como la celebradísima “Your hand in mine”, con los punteos sempiternos que crecen y crecen hacia una distorsión extremadamente controlada, con una precisión y medida difíciles de recordar para mis ojos y oídos, o el clímax sobre la cúspide durante más de siete minutos en el que se convierte la mastodóntica “Catastrophe and the cure”.
Sin mucho más que añadir del cierre abrasador y celebérrimo de “The only moment we were alone”, que despidió con honores un bellísimo recital para demostrar que en algunas ocasiones, también entre un público más que respetuoso, sobran las palabras.
Redacción: Iñaki Molinos